Las manos puras
Antes de la pandemia que ocasionó el coronavirus era difícil encontrar jabón en los baños de recintos muy grandes y muy concurridos: salas de teatros o cines, bibliotecas, centros comerciales o aun en restaurantes y cafeterías.
Pronto los servicios médicos pusieron sobre aviso a la población: una de las medidas más importantes era la de lavarse las manos; lavárselas bien, huelga decir. Además de conservar distancia prudente entre las gentes y portar siempre la mascarilla.
Si alguna enseñanza deja esta pandemia desoladora y triste -si acaso es lícito del mal hablar bien- es la de recordarnos la importancia de guardar los preceptos básicos de la higiene que quizás se habían relajado antes de la pandemia. El llamado para todos a lavarse las manos y el reclamo para instituciones de asear con el debido cuidado sus espacios: salones, aviones, corredores, vestíbulos, buses y, claro, tubos de los buses de los cuales se agarraban todos los pasajeros que nunca se lavaban las manos.
Yo pertenecía, desde antes de la pandemia, a esa secta que tiene como precepto principal lavarse las manos 90 veces al día. Tristemente vino el coronavirus a darnos la razón y a recordarnos que si la gente se lavara las manos y no comiera murciélagos no estaríamos en estos encierros y en estas indecibles soledades.
Hasta donde alcanzan a mostrar las investigaciones científicas más recientes, disfrazarse de ninja o de teletubbie no sirve para combatir la pandemia. Parece que la mascarilla sí es de utilidad y, claro, el lavado adecuado y frecuente de las mano
A lo mejor el secreto para refrenar tanta enfermedad y combatir tanta desazón estaba encerrado en uno de los versos que Francisco Luis Bernárdez, el más sutil de los poetas argentinos, le dedicó al amor, en uno de los mejores poemas de la literatura en lengua española; dijo Bernárdez del estar enamorado: «Y es además, amigos míos, estar seguro de tener las manos puras». Y dijo bien.
@D_Zuloaga, atalaya.espectador@gmail.com